Cine para el confinamiento (III): Cuatro versiones de un clásico de Wells
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El puma que avanza dubitativo por una zona residencial de Santiago de Chile, los ciervos que caminan por las calles de Nara (Japón), el cóndor que se posa en la barandilla de una terraza de Mendoza (Argentina), la medusa que bucea por los canales de Venecia o las piaras de jabalíes, que se han visto en algunos rincones del amado Madrid, son algunas de las imágenes virales de nuestra primavera. Pero también son estampas genuinas de un escenario clásico de la ficción apocalíptica: el de la fauna volviendo a donde solía antes de ser expulsada de allí por nuestra especie.
En alguna de mis entregas anteriores ya me he referido a las secuencias de las bestias campando en la ciudad de 12 monos (Terry Gilliam, 1995). Creo recordar a unos leones, alzándose entre las ruinas de la inteligencia biológica, enseñoreados de algunos edificios señeros de nuestra civilización, en las primeras secuencias de la elipsis última de Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001).
Sin embargo, ha sido algo tan cotidiano como ir a hacer la compra lo que, siempre que toca, me transporta a la última versión que me ha sido dada de La guerra de los mundos, el clásico de la ciencia ficción que H. G. Wells publicó en 1898. Leída ochenta años después, en una de esas ediciones en papel biblia evocadas en el asiento anterior, recuerdo que entonces me entusiasmó por la conciencia social que rezuma aquella lucha de nuestra especie contra los marcianos. Todo un alegato, entre otras cosas, contra el colonialismo -sin duda uno de los grandes crímenes de la historia de la humanidad-, que tuvieron a bien exaltar en su obra autores como Rudyard Kipling y Joseph Conrad.
Si ahora, cuarenta y dos años después de aquellas lecturas de Wells he vuelto a preferir al Julio Verne de mi infancia con sus Viajes Extraordinarios, ha sido porque, aún adolescente, cuando acabé la lectura de La máquina del tiempo (1895) -mucho más concienciada socialmente, una fantasía sobre la lucha de clases ni más ni menos- me di cuenta de que la política -degeneración de la conciencia social- es la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano. Ello no es óbice para que, llegado el caso, vea con sumo agrado cualquier adaptación de La guerra de los mundos. La última, esa referida en el párrafo precedente, ha sido emitida recientemente en Movistar +. Creada por Howard Overman en 2019 para Fox TV, es una producción franco-británica dirigida en sus cuatro primeros episodios por Gilles Coulier. Los cuatro restantes fueron obra de Richard Clark y todos ellos rezuman un espíritu postapocalíptico cuyos paisajes me vienen a la cabeza frecuentemente en el estado de alarma. Localizada en Londres y en algunos lugares de Francia y Bélgica sin precisar, esta última adaptación del clásico de Wells, que parece estar pasando sin pena ni gloria entre la oferta de streaming actual llama la atención por su contemporaneidad.
Entre los supervivientes al ataque alienígena, a ambos lados del Canal de La Mancha destacan los científicos, que precisan la ayuda de gente de acción para sobrevivir. Esa gente de acción, en Francia es una diezmada unidad militar; en el Reino Unido, un emigrante ilegal y un antiguo sanitario. Como adaptación de la novela original podrán hacérsele todos los reproches que el lector quiera. Eso sí, su apego a la cotidianeidad es sobresaliente. Aquí se alude a varios de los temas más candentes del debate actual: abuso sexual de las menores en el seno familiar, integración de las personas con diferentes capacidades, racionalización del uso de los recursos... Diríase que su afección a la actual corrección política es el verdadero sentido de esta miniserie. De ella se desprende que para salvar a nuestra especie valen lo mismo las eminencias científicas como Bill Ward (Gabriel Byrne) que los emigrantes subsaharianos como Kariem Gat Wich Machar (Bayo Gbadamosi). Sólo por eso, tengo el convencimiento de que esta versión hubiera hecho feliz a Wells.
Asimismo, casi podría decirse que esta versión de La guerra de los mundos de Overman es una ilustración perfecta de ese lema de la campaña del Ministerio de Sanidad: "Este virus lo paramos unidos". No es de extrañar que al avanzar por las calles desoladas hacia el supermercado me parezca adentrarme en una de las secuencias de Coulier o Clark.
Choca que en paralelo a la serie de Overman, algunas de las plataformas que la incluyen en su oferta, también propongan una versión de la misma novela convertida en una miniserie -tres episodios- de Craig Viveiros. Ahora bien, apenas se descubren los primeros planos de esta impecable producción, choca menos. Su ambientación en la Inglaterra eduardiana, como señalaban sus mismos creadores en la publicidad, la convierte en la única, de las ya numerosas versiones de esta invasión marciana, que está ambientada en la época en que Wells concibió y localizó la novela original. A decir verdad, el maestro -la altísima estima en la que tendré siempre La isla del doctor Moreau (1896) me obliga a seguir dispensándole ese tratamiento, aunque mi favorito haya vuelto a ser Julio Verne- publicó y situó su novela en las postrimerías de la Inglaterra victoriana, periodo que, como es harto sabido, se prolongó entre 1837 y 1901, lo que el reinado de la reina Victoria. Pero que Viveiros se haya ido al periodo posterior del Reino Unido no desmerece en modo alguno la fidelidad de la ambientación original. Es como si para contar una historia del año 2015 se ambientase en 2019. La primera estética de la ciencia ficción es steampunk y los trípodes -los ingenios alienígenas que describe Wells- en la mirada de Viveiros lo son.
En la actualidad, la plástica que nos sugieren la lectura de Verne y de Wells, las descripciones de las máquinas prodigiosas de las que se valen sus protagonistas, pertenecen a ese retrofuturismo que llamamos steampunk. El Nautilus, el submarino del capitán Nemo, al igual que la máquina del tiempo, el aparato de El viajero de Wells, son dos de los prototipos meridianos de la ingeniería steampunk. De hecho, en el repertorio ideal de películas steampunk cuentan un buen número de esas deliciosas adaptaciones en scope y Technicolor de antaño, que, inauguradas con un título tan entrañable como 20.000 leguas de viaje submarino (Richard Fleischer, 1954), produjo Hollywood -especialmente la Disney- a lo largo de los quince años siguientes. En esa misma nómina no falta La máquina del tiempo (1960), la queridísima adaptación de George Pal de la novela homónima. Resumiendo, el steampunk es la primera imagen de la ciencia ficción y a esa primera imagen del género nos remite La guerra de los mundos de Viveiros.
Steven Spielberg, al igual que el resto de los realizadores de su generación -Scorsese, Coppola, De Palma- es un cineasta acabado. Cumple reconocerle el mérito de haber sido el renovador del cine bélico con la excelente Salvar al soldado Ryan (1998), pero no es suficiente como para obviar la patada que tuvo a bien endilgarle a Wells con su versión de La guerra de los mundos (2005). Lo que en el resto de las adaptaciones es un apunte sobre un debate de enjundia -en Viveiros, sin ir más lejos, no falta la crítica de Wells al colonialismo y la vindicación feminista de nuestro tiempo- en Spielberg se queda reducido a la manida, consabida y roma problemática de la familia desestructurada. Mucho más propenso al infantilismo que Walt Disney -cuyo Peter Pan (VV. AA., 1953) es infinitamente mejor que Hook, el capitán Garfio (1991)-, a nadie extraña que el bueno de Spielberg sea el único que incluye a los niños en su adaptación de La guerra de los mundos, tampoco que los mocosos parezcan ser más adultos que sus propios padres. Lo que sí que llama la atención es que el mismo realizador que acabó con el tradicional odio a los alienígenas de la ciencia ficción, el primero que presentó marcianos buenos[1] en cintas como Encuentros en la Tercera Fase (1977) y la sensiblera E. T. El extraterrestre (1982), arremeta contra ellos con todo el aparato de los efectos especiales del Hollywood actual y las fanfarrias de John Williams. Los trípodes de Spielberg son los más impresionantes, pero también los más inconsistentes. Tanto como suele serlo el siempre execrable cine familiar.
Antes de morir en 1946, Wells tuvo tiempo de vender los derechos de adaptación cinematográfica de La guerra de los mundos a la Paramount. Desde que el 30 octubre de 1938, Orson Welles, al frente de su Mercury Theatre, hiciera esa legendaria lectura dramatizada de La guerra de los mundos que, radiada desde los estudios de la CBS, provocó tal alarma social que en Nueva Jersey la gente se echó a la calle convencida de que, en efecto, atacaban los marcianos, el cine deseaba adaptar la única de las grandes novelas del inglés que le faltaba por llevar a la pantalla.
Concebida desde el primer momento como una superproducción, Cecil B. de Mille, Alexander Korda, Sergei M. Eisenstein e incluso Alfred Hitchcock fueron algunos de los realizadores que se barajaron para el proyecto. Al final, el elegido fue Byron Haskin, pero la primera adaptación de La guerra de los mundos fue toda una superproducción para su tiempo. Ninguna otra película de ciencia ficción -género que en el Hollywood de la época se limitaba a producciones de serie B- con el holgado presupuesto del que dispuso el gran George Pal, productor de la cinta para ponerla en marcha. Esta infrecuente bonanza hizo que nada se les quedase en el tintero. La acción se trasladaba de Londres a Los Ángeles y ese rumor anticolonialista de la propuesta original de Wells se tornaba el miedo a la invasión comunista que abrumaba a los norteamericanos en los comienzos de la Guerra Fría.
Cuando hasta el ejército resulta ser inútil para luchar contra los trípodes, comienza la evacuación de la ciudad que, ya sin gente, tanto se parece a las nuestras en estos días. La tierra parece perdida para la humanidad cuando nuestros gérmenes, "las criaturas más pequeñas que Dios ha puesto sobre la tierra", resultan ser letales para los trípodes.
Actualmente, la versión de Haskin es mi favorita. Pero también fue la primera película con textura antigua que vi sin ser aún cinéfilo, con lo que en su primera proyección me dejó defraudado. Ya avanzando en mi cinefilia, mi opinión cambió radicalmente. De hecho, hoy me parece una prueba irrefutable de la que ciencia ficción es uno de los géneros más apegados a la realidad de su tiempo. ¿Cómo, si no, una misma novela puede servir de inspiración al anticomunismo de su primera versión y a la nueva solidaridad que inspira la serie de Overman? Sin olvidar lo estrechamente ligadas que están todas sus adaptaciones a los paisajes desolados de nuestros días.
[1]O el que lo hizo con mayor contundencia: el Klaatu (Michael Rennie) de Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951) también es pacifista y bueno.
Publicado el 30 de abril de 2020 a las 13:15.